Pretextos

No vale la pena
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Amor eterno
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Diez minutos sin ella
Uno de tantos
Pienso en ti
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Olvidar a Gloria
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La huida
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No vale la pena
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Acorde al ritmo
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Pretextos, de José Galván Rivas

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NO VALE LA PENA

 

Tomó una pluma, un cuaderno y, con mano trémula, comenzó a escribir. Titubeaba; no era para menos, había tomado la decisión más importante de... su vida.

            Nunca se caracterizó por ser imaginativo, así que bajo la presión angustiante de la resolución tomada, su imaginación se vio más reducida aún. Durante algunos instantes permaneció dudoso, sin tener siquiera alguna idea de la forma en que había de redactar aquella nota. Después de infinitos segundos de vacilación, por fin se decidió, aunque sólo atinó a escribir el texto tradicional. Pero eso, al menos a él, en esos instantes, ante esa situación, le resultaba indiferente. ¿Para qué diablos quería ser original en la redacción de una nota? Además, tenía razón, tal detalle es lo que menos le puede importar a cualquiera en un momento así; de cualquier forma, debe quedar constancia de que escribió lo tradicional.

            Un leve temblor le recorrió el cuerpo, sintió gotas de sudor en la frente. Sumamente nervioso, arrancó la hoja del cuaderno y la guardó en una bolsa del pantalón.

            Salió. Caminaba despacio, como si arrastrara toda la tristeza del mundo. Abordó un camión. Tal vez ni él mismo sabía a dónde iba; estaba triste, muy triste. Como autómata pagó el pasaje y tomó asiento. Estaba triste. Algunas lágrimas rodaron por sus mejillas. Lanzó un insondable suspiro. Hizo lo posible por ocultar el rostro y secar las lágrimas. Volteó hacia la ventanilla, miró un paisaje que no le significaba nada y decidió bajar del camión. Tal vez sí sabía a dónde iba, o tal vez no...

            Titubeó. De pronto no supo qué hacer. Perdido en sentimientos contrapuestos, decidió caminar y lo hizo en sentido contrario al que había llevado hasta el momento, es decir, regresó a su punto de partida. Lo hacía lentamente, arrastrando los pies; con las manos en las bolsas del pantalón, la cabeza gacha, demostrando profunda tristeza e inspirando inmensa lástima a quienes lo vieron.

            –No pude hacerlo –comenzó a hablar solo–, soy un cobarde... ¡No pude hacerlo!

            Llegó a su casa, de donde había salido minutos antes.

            –...No pude hacerlo –continuaba recriminándose– ...soy un cobarde... Pero no, aún puedo –su cuerpo sufrió un nuevo estremecimiento– ...aún es tiempo... Nada me lo impide.

            En sus palabras, aunque titubeantes, se notaban cada vez mayor seguridad y firmeza.

            De entre sus ropas, con delicadeza, sacó una pistola. La colocó sobre una de sus sienes, tiernamente, como quien espera una caricia. Gruesas gotas de sudor corrieron por su frente. Se puso tenso. Iba a disparar... pero no lo hizo.

            –¡Debo hacerlo! –gritó desesperadamente.

            Colocó el arma en la sien por segunda vez, ya no tan seguro, la mano temblorosa, los ojos entornados.

            –Mejor el pecho. Me atravesaré el corazón...

            Cambió la posición del arma. Su cuerpo, rígido, sudaba. Cerró los ojos. Poco a poco aumentaba la presión sobre el gatillo... Iba a disparar...

            –¡Es imposible! ¡No puedo! –gritó con la desesperación de su alma.

            Y lloró por largos instantes, durante segundos inmensos que vertieron sobre él la eternidad que llevaban comprimida. Derramó lágrimas contenidas desde tiempos antiquísimos por hermanos de penas y liberó las propias.

            Dejó la frustrada arma suicida en cualquier parte, sin fijarse dónde. Sacó un papel de la bolsa del pantalón, lo desdobló. No se culpe a nadie de mi muerte –leyó en voz alta–. Yo mismo soy el culpable.

            Y calló. Las lágrimas, cumplida su misión purificadora, cesaron. La tristeza, sin más razón de ser, se redujo. Pensó en lo valiente que debía ser por no haber acabado en un instante de cobardía, aunque no estaba muy convencido de ello.

            Hizo una bola con el papel que acababa de leer para arrojarle a la basura. Durante algunos instantes más, meditabundo, permaneció callado, sin atreverse a concluir las voces silenciosas de su pensamiento. De pronto murmuró:

            –No vale la pena. Es sólo una mujer. ¡Y hay tantas en el mundo!

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Pretextos de José Galván Rivas
(C) 1999, José Galván Rivas
Nicolás Romero, Estado de México