Pretextos

Sólo imaginaba
Pretextos
Prólogo
El gato
Mi primer amor
Amor eterno
El de la suerte
Oración
Para toda la vida
Un milagro
Tortura
Diez minutos sin ella
Uno de tantos
Pienso en ti
Te extraño
Olvidar a Gloria
Por siempre jamás
Terca necedad
La huida
Sólo imaginaba
Preguntas tontas
Dos o tres heridas
La manifestación
La creación
Mil millas
Catarsis
Pretextos
Segundo lugar
De memoria y olvido
Entre príncipes
A veces pienso en ti
No vale la pena
Historia de fantasmas
Acorde al ritmo
Epitafio
¿Quién soy?
Identidad

Pretextos, de José Galván Rivas

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SÓLO IMAGINABA

 

Allí estaba, otra vez apasionado en sus pensamientos, imaginando lo que otros sólo hacen. Almacenaba preocupaciones, vivencias, dudas. ¿Almacenaba?, ¿para qué?, si de cualquier forma la siguiente ocasión quedaría de nuevo en pura imaginación.

            Después de media noche, iba en el último camión que lo llevaba cerca de su casa. La cabeza reclinada en el respaldo del asiento, los ojos entornados. Parecía dormitar. Pura apariencia. Mantenía una cuidadosa inspección visual de la mujer que ocupaba el asiento al otro lado del pasillo, un poco adelante de él. Con zapatillas de tacones altos, los pies muy juntos; medias transparentes, pantorrillas carnosas, muslos impertérritos; las piernas, descubiertas, se apretaban entre sí y, sin embargo, mantenían una inmovilidad absoluta, atrayente a la mirada, a la imaginación que quisiera separarlas y descubrir su interior. La falda, corta y ajustada, cubría sin ocultar; perfectamente se distinguía la continuación de las piernas y su unión con unas rotundas y firmes caderas. Las manos permanecían pudorosas sobre el regazo, pero su misma postura llamaba la atención hacia la región púbica, a la cual parecían querer proteger de la desnudez, desnudez que si bien no era real, si estaba silueteada. Un suéter muy entallado no dejaba a la vista engañarse de la realidad de aquel cuerpo, fresco, rozagante, joven; cuerpo grácil, esbelto, garboso, de pechos pequeñitos pero perfectamente destacados. El cuello largo, la cabeza inmóvil, la vista fija al frente sin ver nada; parecía preocupada, parecía nostálgica, parecía melancólica.

            No cesaba de mirarla; una y otra vez recorría el cuerpo femenino de arriba abajo, con deseo, con libidinosa apetencia. En su imaginación, él se acercaba y le hablaba y la conocía y la amaba. Pero era incapaz de hablarle... O imaginaba que hacía uso de la violencia y la atraía y la retenía y la forzaba. Pero sentía miedo. Miedo de acercarse, de hablarle, de amar. Sólo miraba. Sólo imaginaba. Miraba extasiado, imaginaba ansioso.

            A punto de llegar a su destino, deploró tener que bajar y ya no ver ese cuerpo inefable. Si fuera posible, hubiera permanecido toda su existencia en contemplación, sin hablarle, sin acercarse, sin manifestarle sus deseos, no importaba, su imaginación haría el resto. Imaginar lo que es tan fácil hacer... Ni modo. Se puso de pie porque bajaría en la siguiente parada. Una postrer, anhelante mirada. ¡Sorpresa! Ella se puso de pie y caminó hacia la puerta. Él la siguió. Ambos bajaron. Ella se volvió a mirarlo, recelosa, y apresuró el paso; tal vez adivinó los lúbricos pensamientos que había despertado. Llevaban el mismo camino. Él decidió mantenerse tras de ella, observando el cuerpo delgado, firme, espléndido; las piernas magnificentes, embelesadoras, ingenuas; la falda exigua, justa, ineluctable, y el movimiento ondulante, hipnótico, seductor, de las caderas al avanzar. De pronto ella dudó y detuvo el paso. En la esquina charlaban, fumaban y miraban el camino tres tipos. Se sintió insegura de tener que cruzar, sola, con una apariencia tan sensual, con una vestimenta tan reducida, frente a ellos. Dejó que él la alcanzara, lo saludó “Buenas noches”, y le preguntó si seguiría por esa calle. Él asintió apenado, sorprendido. Mira nomás, a final de cuentas es ella quien te dirige la palabra...

            –Me da miedo andar sola tan noche –dijo, caminando a su lado, como si fueran amigos de mucho tiempo.

            Él imaginó que era su oportunidad. Podría hablarle, podría sujetarla, podría tocarla, podría quién sabe qué más. Al pasar junto a los tres tipos, escucharon chiflidos y voces: “Fíu-fíu... Mamacita chula...” Él no supo qué hacer, ella entrelazó su brazo al de él y aceleró el paso. Los tipos continuaron su charla, sin moverse de su lugar, comentando que qué vieja tan buenota, y habiéndola olvidado antes de perderla de vista.

            Temeroso, procuraba mantenerse separado, aunque ella tuviera el brazo entrelazado al suyo. Hubiera querido decirle también “mamacita” y olvidar su miedo y abrazarla y besarla. Ni siquiera se atrevió a mirarla. Simplemente caminaba a su lado.

            –Nunca había llegado tan noche –comentó ella sin verlo.

            La miró al rostro y se dio cuenta que no hablaba con él, más bien hablaba sola. Furtivamente bajó la mirada hacia sus pechos pequeñitos, perfectamente delineados y resaltados en el suéter; miró la falda, corta y ajustada, casi imaginaria; miró las piernas hechiceras; volvió a mirar el rostro y de pronto se sorprendió a sí mismo, en altas horas de la noche, en la calle, al lado de una desconocida, ella tan atractiva y él con ganas... ¿Qué ocurriría si se propasara? Miró al frente, miró atrás; no venía nadie. Qué tal si la abrazo, la aprieto contra mi cuerpo, la estrujo, la beso, la muerdo, la violo... Era una ironía, él con esos pensamientos mientras ella le brindaba su confianza y se creía segura.

            –Ya no quería regresar –dijo ella, ausente, lejana, desde otra realidad–. Cuando te has enamorado no quisieras dejar al ser amado, te molesta el transcurrir del tiempo...

            De modo que viene de ver al novio...

            –Te hubieras quedado –dijo él, por decir algo.

            –No puedo –parecía triste, nostálgica, ajena–. Hubiera sido mejor. Ahora sólo llegaré a pelear con mi esposo...

            De modo que viene de ver al amante. Es tu oportunidad, abrázala, consuélala. Y si no se deja la amenazas con decirle al marido que anda con otro, o si no, fórzala...

            –Es muy cruel la vida –continuó ella, sin verlo, sin ver nada, sin siquiera hablar con él–, no puedo estar un momento con quien de veras amo y debo permanecer con alguien a quien ya no quiero...

            Ella mantenía el brazo entrelazado al de él, siempre con la vista al frente, sin mirarlo; él no dejaba de mirarla. Bésala, carajo; abrázala, acaríciale los pechos, apriétala contra ti... Se detuvo y ella se vio obligada a detenerse también.

            –¿Ocurre algo? –como recién llegada al mundo, preguntó sobresaltada.

            –No, nada –dijo él, llevando la mano libre al hombro de ella. Se miraron a los ojos. Ella se estremeció; se supo indefensa, en medio de la noche, en una calle solitaria, con un desconocido que la sujetaba del hombro. Él continuó, tímido– Sólo quiero... Sólo decirte que aquí doy vuelta. No sé para dónde vayas...

            –Voy derecho.

            –Bueno... Adiós.

            Ella liberó su brazo, él soltó su hombro. Está visto que eres un marica, se recriminó.

            –Adiós –dijo ella y se despidió con un apretón de manos.

            Ella siguió su camino, él la vio marcharse. Si lo hubieras intentado, por lo menos la habrías besado, seguro que lo habría permitido. Un beso prolongado, los labios unidos mientras las manos recorrieran ansiosas los cuerpos... Y allí estaba, una vez más imaginando aquello que tanto miedo le causaba, lo que a otros sólo les bastaba hacer. Imaginando que el rítmico movimiento de caderas con que la veía alejarse estaba dedicado a él y, tal vez, era una invitación.

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Pretextos de José Galván Rivas
(C) 1999, José Galván Rivas
Nicolás Romero, Estado de México