SEGUNDO LUGAR
Correr, correr, correr. De frente, a toda velocidad, dando lo mejor
de sí. Avanzar, avanzar, avanzar. Esforzarse al máximo, buscar el lucimiento, sentirse admirado. ¿Por qué? ¿Y si no resulta?
¿Valdrá la pena? No lo sé. No puedo. Perderé...
¿Algo peor que un pobre diablo? Sí, un pobre diablo en el que otros han puesto su confianza. Un pobre diablo que, tal
vez, muestra grandes posibilidades de superarse, de avanzar, de ser el mejor; una joven promesa que pierde la juventud y no
pasa de promesa. Un pobre diablo que podría ser el primer lugar, que casi lo logra, que en el último instante cae derrotado,
se levanta, lucha desesperadamente y llora con amargura por haber llegado en segundo lugar.
Enamorarse perdidamente de una sonrisa, guardar silencio –imbécil–, esperar. Creer que la sonrisa es para uno, estar
seguro de ello y dejarla pasar. Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca, no se lo des a nadie, cielito lindo,
que a mí me toca. Pero no basta pensarlo, hay que hablar, luchar, ganar. Sólo uno gana; llegar segundo es perder. Si la
sonrisa pasa de largo, no es de uno, si la sonrisa no se posa en mis labios, ya la perdí.
Lo que pudo haber sido y no fue... ¡Pobre diablo! Estar allí y sentir miedo. Todo al alcance de la mano y echarse para
atrás. Llegar en segundo lugar, mientras ovacionan al ganador. No merecer ni una mirada, ver la sonrisa en otros labios y
estar seguro que pudo haber sido de uno. Marcharse y descubrir que lo dejan ir solo. Para qué seguir...
Y aun así, queda quien confía en uno, quita el arma suicida de nuestra mano y nos lanza, de nuevo, a competir.