UN MILAGRO
De hinojos, oraba el ciego en un templo.
–Dios mío –sin percatarse de ello, comenzó a decir en voz alta–: Tú conoces mi vida tanto o mejor
que yo mismo –sus palabras rodaban melancólicas ante el altar, dispuestas para el sacrificio–. Muchas veces te lo he pedido –disminuyó el volumen de su voz, como
en un gesto de humildad, intuyendo la presencia divina–, pero nunca me has escuchado –toda la tristeza y amargura
acumuladas en años de miseria y penalidades fueron liberadas en esa frase; la vida misma le daba derecho a presentar su reproche–.
¡Dios! –gritó desesperadamente; deseaba con fervor creer en Él– ¡Si en verdad existes, concédeme esa gracia! ¡Quiero
ser igual a los demás hombres!
El cielo rugió furioso, rasgado por la violencia de rayos terribles. Una luz purísima cubrió el planeta...
Desde entonces, todos los hombres son ciegos.
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