HISTORIA DE FANTASMAS
Soy un cobarde. Siempre he tenido miedo a los fantasmas y demonios
que de pronto pudieran aparecerse a mitad del camino, en el momento más inesperado. Todos dicen que soy un imbécil. Los fantasmas
no existen sino en la imaginación de quien cree en ellos. Sin embargo, les temo; no les he visto pero los siento, sé que allí
están, me siguen, me acosan.
En momentos como éste, cuando debo caminar varias cuadras para llegar a la casa y en medio de la noche reina la obscuridad
porque el alumbrado público no sirve, cuando no pasa nadie o casi nadie debido a lo alto de la hora, y no hay más remedio
que andar solo por esas calles, entonces el miedo se vuelve terror y llega al clímax. Por más que lo intento no puedo dejar
de recordar todas las historias que alguna vez me contaron. Casi estoy seguro que alguien me sigue, tal vez el “hombre
sin cabeza” que antes, cuando la colonia estaba poco poblada, y en vez de ir por calles se recorría el camino a través
de veredas, aseguraban que andaba por el rumbo.
A lo lejos, algunos perros ladran no sé a qué o quién y no puedo menos que sentir escalofrío. Diversas personas, aseguran
haber oído hace algunas noches cómo todos los perros comenzaron a aullar lastimera, rabiosamente, y a poco se escuchaba además
un grito, largo, glacial, conque se acabó de romper la de por si destrozada tranquilidad
de la noche; algunos dicen que se atrevieron a salir para ver qué había sido, pero no descubrieron nada. Indudablemente era
un alma en pena o la tan famosa llorona.
Avanzo con pasos lentos, volteo hacia todos lados, me estremezco al menor ruido, quiero echar a correr y detengo el
intento por miedo a no ver lo que pudiera hallar al frente.
Escucho un ligero zumbido y quiero pensar que es el viento frío que me golpea en la cara quien lo provoca. Lo repito
y hago esfuerzos por creerlo: Es el viento, debe ser el viento. Algo se arrastra, lo he oído; entre las sombras me parece
ver otra sombra que se mueve. Miro las siluetas recortadas contra el cielo y por más que parezcan otra cosa, insisto en pensar
que son árboles y postes.
Camino y camino y no llego a la casa. De noche las distancias se alargan y parecen no tener fin. Llevo horas andando
en la obscuridad, aunque el reloj sólo marque breves minutos y todos los kilómetros recorridos sean apenas unas cuadras.
Si al menos no hubiera tantas nubes en el cielo y la luna, por poco que fuera, iluminara el camino, me sentiría más
seguro; mi temor sería menos grande. Pero así, en la obscuridad casi absoluta, caminando más que nada por inercia y por instinto,
sin saber si pueda surgir de pronto un fantasma o un demonio, el terror es absoluto. Ni siquiera pasa una persona con quien
acompañar mi miedo...
Por fin he llegado. Saco las llaves, selecciono una y la introduzco en la cerradura. Intento girarla pero está atorada,
por fin cede y le doy vuelta hacia la izquierda, al tiempo que pienso lo útil que sería aceitar el cerrojo. Un ligero ruido
tras de mí me hace reaccionar. Rápido, vuelvo la cabeza y descubro, casi a nivel del suelo, un par de ojos brillantes que
me observan.